Nos cuenta Hesíodo, en su fascinante y a la vez áspera Teogonía, que los titanes se revelaron contra el dios Zeus, jefe del Olimpo. Se libró, entonces, una larga guerra entre las deidades olímpicas y los titanes, contienda que terminó cuando se sumaron los hecatónquiros como aliados de Zeus. Eran estos unos seres monstruosos con cien brazos, por lo que podían arrojar varias rocas simultáneamente, como una moderna ametralladora de proyectiles pétreos, contra los titanes.
Cuando se trata de denigrar a alguien, las voces del kirchnerismo obran como los hecatónquiros: arrojan centenares de rocas de difamación al enemigo que CFK ha escogido, para lastimarlo sin piedad y hundirlo en las ciénagas del oprobio. No sólo actúa el coro de funcionarios y personajes de los movimientos sociales próximos al gobierno kirchnerista, sino también la frondosa red de medios que rinden pleitesía al oficialismo. Compiten, de un modo voraz, por ver quién es más creativo en la destrucción del enemigo del momento.
Es el turno de Carlos Fayt, juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Hombre de 97 años, jurista de prestigio colosal, con decenas de libros publicados y miembro del más alto tribunal de Argentina desde 1983, con el retorno al gobierno constitucional. La comisión de juicio político de la Cámara de Diputados le exige que se presente a un examen psicofísico, ya que el kirchnerismo arguye que no está plena posesión de sus facultades cognitivas.
Ya desde
sus etapas iniciales, los Kirchner nunca se sintieron a gusto con el equilibrio
de poderes. Al poco tiempo de asumir la presidencia, Néstor Kirchner (justicialista
o peronista) reclamó en cadena nacional la renuncia de algunos jueces de la Corte Suprema de Justicia. Ante
esta presión mediática, los ministros Nazareno, Vázquez y López renunciaron;
tan sólo Eduardo Moliné O’Connor resistió hasta que fue removido por juicio
político en el Congreso. La Corte Suprema
había sido ampliada durante la presidencia de Carlos Menem (también
justicialista o peronista) de cinco a nueve miembros, con lo que se aseguraba
una mayoría que respaldaba la constitucionalidad de las normas en ese período.
Si bien a partir de Kirchner el mecanismo de selección de los nuevos ministros
de la Corte
tuvo un proceso de gran transparencia con audiencias públicas, el más alto
tribunal se manejó con bastante prudencia en su trato con el poder ejecutivo.
Estas
manipulaciones a la composición de la Corte
Suprema no son nuevas: es un rasgo distintivo de las
administraciones peronistas. En 1947, el presidente Juan Domingo Perón (indudablemente justicialista o peronista) impulsó
el juicio político a cuatro de los cinco jueces de la Corte por haber avalado el
golpe de Estado de 1943, un gobierno militar del que fue secretario, ministro y
vicepresidente. El único ministro que no fue juzgado, Tomás Casares, había sido
nombrado por el gobierno militar del que Perón se consideraba heredero y
continuador. Desde entonces, cada golpe militar o gobierno constitucional
cambió la Corte Suprema
hasta que, con el retorno a la vida democrática y la elección del presidente Raúl
Alfonsín (radical), se nombra un nuevo alto tribunal de cinco miembros. De ese
quinteto, hasta el día de hoy continúa Carlos Fayt, de 97 años, de quien la
presidente Cristina Kirchner no ha podido evitar hacer comentarios
ridiculizando su longevidad. En Argentina, los ministros del más alto tribunal no tienen un plazo pero, desde la reforma constitucional de 1994, se jubilan a los 75 años. No obstante, a Fayt no lo alcanzó el espectro del retiro, ya que es un juez anterior a esa reforma.
El mayor
embate contra la independencia del poder judicial llegó de la mano de Cristina
Fernández de Kirchner (justicialista o peronista): en 2013 propuso la “democratización de la justicia”, un
eufemismo que encubría la politización del Consejo de la Magistratura. En
la Constitución
argentina, por su reforma de 1994, se creó este organismo y claramente se
estipula cuáles son las instituciones que eligen a los miembros. El propósito
de Cristina Kirchner era partidizar este organismo al sumarle miembros electos
por el voto directo de la ciudadanía. La Corte Suprema , ante lo claro y evidente,
debió declarar inconstitucional este procedimiento de elección directa. El más
alto tribunal ha vuelto a tener un total de cinco miembros y para la única vacante
disponible -por la jubilación de Eugenio Zaffaroni-, el gobierno propone al joven simpatizante K y abogado Roberto
Manuel Carlés, de 33 años, que tiene algunos agujeros negros en el curriculum
presentado, por lo que son varias las entidades que adelantaron que impugnarán
su pliego en las audiencias públicas. Su elección a la Corte Suprema es de la máxima
importancia ya que, si el Senado llegara a aprobar su nominación, podría estar
allí durante los próximos ¡cuarenta años!
Con la
remoción o renuncia de Carlos Fayt, el kirchnerismo tendría el obsequio de dos
vacantes en la Corte Suprema ,
a pocos meses de la asunción de un nuevo primer magistrado, de la mitad de la
cámara baja y de un tercio del Senado. Dos de cinco ministros de la Corte alineados con CFK, es un poderoso escudo contra cualquier investigación sobre las acusaciones de corrupción de ella, su entorno y demás funcionarios de este gobierno.
Es claro que Fayt no tiene la fiereza del león para intimidar a sus enemigos, pero sí la astucia del zorro para no caer en las trampas, como sugería Maquiavelo al príncipe. Está sabiendo manejar los tiempos y el miércoles 13 de mayo se presentó en la sede de tribunales para ratificar la acordada por la que se reelige como presidente de la Corte, hasta el 2019, a Ricardo Lorenzetti.
Los ímpetus juvenilistas de La Cámpora, como todo movimiento generacional, tiene fecha de vencimiento: tras ellos, inexorablemente vendrán otros más jóvenes que los cuestionen. La edad no es un argumento, más aún tratándose de una eminencia jurídica como Carlos Fayt que, de retirarse, probablemente lo haga después del 10 de diciembre de este año. Mientras tanto, Fayt evitará en lo posible hacer declaraciones y el juego mediático de los hetacónquiros de la denigración, ya que los jueces sólo hablan a través de sus sentencias. O, por lo menos, así debiera ser.
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